He pensado en una canción que acontecía mientras sonaba una aletargada melodía en la redundante infinidad de un mundo finito y desierto de alegrías, tiene leyes engañosas que deben escribirse con pluma pero en lo cierto difícilmente puedan pronunciarse. Cuando existió por obra y gracia de pensar en ello se dispuso en el acto que un principio no podía determinarse, y si no tenía la certeza obtenía la incertidumbre de pensar en un fin, una antítesis maniqueista que se presenta como absoluta, pues el fin es irrevocable y si bien ex nihilo nihil fit, a la nada sí puede ir. Pero ese es sólo un fin de la historia, terminando en muerte como la vida termina, es uno de los finales, no un fin. Y un medio para uno invita a crear nuevas realidades y viajar a nuevos mundos pues el propósito de estos es un fin en sí mismo.
Una cadena de causalidad infinita no puede terminar, los medios y los fines se suceden a velocidad de vértigo pero transcurren arrastrando dolorosamente los pies. Si ha de vagar por siempre se considerará un peregrino, haciendo un sendero carmesí al andar sus pies lloran sangre pero a la par él mundo pisotea la huella de su dolor, desprecia el sufrimiento, y así, arrastra algo más que los pies mientras deambula pues cuando las pisa siente culpa. Algún día trazará en verso lo que significan las Ítacas, las leyes de un nuevo mundo a precio de sacrificio.
En sus viajes nunca llegaba a ninguna parte pero siempre estaba llegando, tal era el arte de su pluma. Su compañía solitaria eran sus sombras, un niño, un anciano, un loco y un perro, tal es la sombra de su pluma. El niño sonríe y da la ternura despreocupada sin pensar; el anciano arrastra los pies a razón de viejas culpas y dolor de viejo pero ya no atiende a razones; el loco le susurra al oído y le traduce los colores y sus razones, aunque nadie le cree; y el perro no necesita una razón para mover la cola, disfruta de su amo a placer.
Sobre todo toma nota, con la pluma, dejando marcas y huellas en infinidad de papiros enrollados, podrían extenderse redundantemente hasta cubrirlo todo. Un heraldo de no sé quién ni para qué transporta ese conocimiento sin principio ni fin. Infinito es. Dice el heraldo que las leyes deben escribirse en verso. "Hay un atril y un altar en alguna parte", se parafrasea a sí mismo el loco con gesto solemne y afectado, pero la travesía es larga, y nadie le cree.
El niño es agradable, pero no sabe leer, quizá por eso sea tan tierno. Pero es el viejo el que se comporta como un niño. El Rey Salomón no podría distinguirlos. Hay un atril y un altar en algún lugar del nuevo mundo dice el loco, nadie le hace caso, está loco, pero es el viejo el que está demente y senil. El perro es un buen chico, la parte obediente, un sabueso como él no necesita de sus ojos para seguir el rastro de las huellas. Pero es el viejo el que ve en blanco y negro.
Sobre un interminable desierto de alegrías vi el sendero de sangre partirlo al medio. Quiero llorar. El perro ha encontrado el altar. El poeta toma nota de todo, con la pluma, piensa con temor que deberá ofrendar la palabra. Entonces jamás podrá pronunciarse. Quiere llorar. Creo que lo sabe. El altar es de sacrificios, es el precio del nuevo mundo, el ritual exige al niño. Llora. Pero es el viejo el que se comporta como un niño dijo el loco. Hasta el perro sabe que tiene razón.
Una cadena de causalidad infinita no puede terminar, los medios y los fines se suceden a velocidad de vértigo pero transcurren arrastrando dolorosamente los pies. Si ha de vagar por siempre se considerará un peregrino, haciendo un sendero carmesí al andar sus pies lloran sangre pero a la par él mundo pisotea la huella de su dolor, desprecia el sufrimiento, y así, arrastra algo más que los pies mientras deambula pues cuando las pisa siente culpa. Algún día trazará en verso lo que significan las Ítacas, las leyes de un nuevo mundo a precio de sacrificio.
En sus viajes nunca llegaba a ninguna parte pero siempre estaba llegando, tal era el arte de su pluma. Su compañía solitaria eran sus sombras, un niño, un anciano, un loco y un perro, tal es la sombra de su pluma. El niño sonríe y da la ternura despreocupada sin pensar; el anciano arrastra los pies a razón de viejas culpas y dolor de viejo pero ya no atiende a razones; el loco le susurra al oído y le traduce los colores y sus razones, aunque nadie le cree; y el perro no necesita una razón para mover la cola, disfruta de su amo a placer.
Sobre todo toma nota, con la pluma, dejando marcas y huellas en infinidad de papiros enrollados, podrían extenderse redundantemente hasta cubrirlo todo. Un heraldo de no sé quién ni para qué transporta ese conocimiento sin principio ni fin. Infinito es. Dice el heraldo que las leyes deben escribirse en verso. "Hay un atril y un altar en alguna parte", se parafrasea a sí mismo el loco con gesto solemne y afectado, pero la travesía es larga, y nadie le cree.
El niño es agradable, pero no sabe leer, quizá por eso sea tan tierno. Pero es el viejo el que se comporta como un niño. El Rey Salomón no podría distinguirlos. Hay un atril y un altar en algún lugar del nuevo mundo dice el loco, nadie le hace caso, está loco, pero es el viejo el que está demente y senil. El perro es un buen chico, la parte obediente, un sabueso como él no necesita de sus ojos para seguir el rastro de las huellas. Pero es el viejo el que ve en blanco y negro.
Sobre un interminable desierto de alegrías vi el sendero de sangre partirlo al medio. Quiero llorar. El perro ha encontrado el altar. El poeta toma nota de todo, con la pluma, piensa con temor que deberá ofrendar la palabra. Entonces jamás podrá pronunciarse. Quiere llorar. Creo que lo sabe. El altar es de sacrificios, es el precio del nuevo mundo, el ritual exige al niño. Llora. Pero es el viejo el que se comporta como un niño dijo el loco. Hasta el perro sabe que tiene razón.
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